Hay un nuevo escenario que está ganando terreno en la estrategia comercial de las bodegas: la suya propia. No hablamos de la tradicional venta al por mayor ni de canales especializados. Hablamos de convertir la propia bodega en una tienda insignia, una flagship? experiencial diseñada para vender vino desde su origen, sin intermediarios, con emoción y consiguiendo datos.
La idea no es nueva, pero su sofisticación actual sí lo es. Algunas bodegas están transformando sus instalaciones en espacios inmersivos donde la narrativa, la arquitectura y la tecnología se combinan para generar un vínculo directo y duradero con el cliente. Y es que el consumidor busca autenticidad, sostenibilidad y experiencias únicas y las bodegas están respondiendo a esa petición.
Una tienda insignia entre viñedos
Bodega Sommos (D.O.P. Somontano) representa bien esta tendencia. Su estructura de acero y cristal, sus recorridos técnicos y sensoriales, y su wine bar integrado convierten la visita en una experiencia única y también rentable.
Aquí, la cata es algo más que un momento de disfrute: es el preámbulo perfecto para comprar. Desde su web, el visitante puede reservar desde vuelos en paramotor a maridajes gourmet. Todo acaba, naturalmente, en la tienda.
También en el Somontano, El Grillo y la Luna ha multiplicado por cuatro sus visitas en los últimos años. ¿La clave? Crear experiencias tematizadas: showcookings entre barricas, conciertos y vendimias participativas. Su club de fidelización, “Grillados”, supera ya los 2.200 socios. Cada experiencia está diseñada para dejar huella y para vender.
Incluso bodegas reconocidas por su enfoque cultural, como Enate, han entendido que el arte, el vino y la arquitectura pueden convivir en una experiencia de compra potente. Su propuesta, que integra exposiciones y visitas, ha sido reconocida como una de las mejores bodegas abiertas al turismo en España.
El vino como destino
Pero esta tendencia no es exclusiva del mercado español. En Napa Valley (California), la capital mundial del enoturismo premium, una visita a una bodega cuesta entre 80 y 130 dólares, pero el gasto total medio por visitante supera los 500. Allí, bodegas como Opus One, Robert Mondavi o Domaine Carneros combinan lujo, gastronomía y clubes de fidelización en entornos cuidadosamente diseñados para vender con sentido.
En Roederer Estate, también en California, la remodelación de su sala de catas para incluir experiencias con champán y caviar ha multiplicado su atractivo. Mientras, Balletto Vineyards ha conectado con públicos más jóvenes organizando partidos de béisbol vintage entre viñedos, una fórmula inesperada que ha disparado las suscripciones a su club de vino.
También hay innovación en el sur del continente: en Chile, Viña Vik combina hotel boutique, arte contemporáneo, arquitectura y gastronomía. Y en India, Sula Vineyards ha transformado su bodega en un resort completo con eventos, tienda propia y festivales donde la música y el vino se dan la mano.
¿Qué ganan las bodegas con este modelo?
En primer lugar, ganan margen. Al vender directamente desde su origen, sin intermediarios, las bodegas controlan el precio, la relación con el cliente y el relato del producto.
En segundo lugar, ganan datos. Cualquier experiencia (una cata, una suscripción, una visita) puede ser la puerta de entrada a un cliente fidelizado digitalmente.
Y, en tercer lugar, ganan relevancia competitiva. Porque una bodega convertida en flagship no compite con un supermercado o una tienda gourmet: juega en otra liga, una donde la emoción y la autenticidad mandan.
El retail experiencial permite también una omnicanalidad natural: el visitante que se emociona en la bodega puede luego seguir comprando desde casa, apuntarse a un club, recibir newsletters personalizadas o acudir a eventos exclusivos. Todo como parte de una experiencia real, física y sensorial, que genera vínculo.
Transformación: del vino a la marca
Lo que estamos viendo es mucho más que un auge del enoturismo. Es una transformación en la forma de concebir el retail vinícola: de elaboradores de vino a creadores de marca. Las bodegas están aprendiendo de la moda, del lujo y de la hospitalidad para construir experiencias integradas donde la tienda no está al final del recorrido, sino en su centro.
Las cifras acompañan. En EE UU, los clubes de vino ya representan un cuarto de la facturación directa de muchas bodegas. En España, iniciativas como las que hemos visto aquí están marcando un camino que probablemente se extienda.
La pregunta no es si veremos más bodegas convertirse en flagships. La pregunta es cuántas lo harán antes de quedarse fuera del radar de un consumidor que ya no compra sólo una botella, sino una experiencia que empieza mucho antes del primer sorbo.